Revista mi Barrio

Periódico barrial de Villa Real y Versalles, barrios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Impuestos Ambientales ¿pagar para contaminar?

mayo 14, 2013

Riachuelo: Oxígeno 0 / Riachuelo: Oxygen 0 / Riachuelo: OxygèneLos impuestos por contaminación y despilfarro se aplican en el mundo desde hace décadas, sin embargo, la situación ambiental no ha mejorado. El debate es ético e ideológico. ¿Cuál debería ser el límite?

¿Cuál el rol del Estado? ¿Qué políticas son necesarias?

Por  Antonio Elio Brailovsky  (Para www.revistamibarrio.com.ar )

Licenciado en Economía Política. Profesor Titular en las universidades de Buenos Aires y Belgrano.

 


Durante la última dictadura, la Argentina tuvo un sistema inverosímil por el cual las empresas podían elegir entre depurar sus efluentes o arrojar el veneno directamente a los ríos, previo pago de una módica cantidad.

La opinión popular rechaza de un modo prácticamente unánime esta concepción.

En realidad, los únicos que están de acuerdo son aquellos que piensan que todo lo que nos ocurre en la vida puede ser expresado en cantidades de dinero.

 

El punto de vista del común de la gente lo expresó bien uno de los asistentes a una conferencia en la que expliqué que en la Argentina de esa época se cobraba una cuota –o un impuesto– para dar permisos de contaminar:

–¿Por qué hacerlo con este delito solamente?

–dijo– Podríamos cobrar una tasa para autorizar cualquier crimen. ¿Cuánto cobraríamos por una violación? ¿Y por un parricidio?

En tanto las cuestiones de medio ambiente no le costaban dinero a nadie, estaban, casi por definición, fuera de la economía. El valor de los bienes no dependía de su utilidad, sino de su escasez: el agua y el aire son gratis, aunque sean indispensables para la vida –se decía–, porque son muy abundantes.

En cambio, el oro no sirve para nada pero es carísimo, porque es muy escaso.

Precisamente, los temas de medio ambiente entran en la economía cuando se comprueba que el agua y el aire, los suelos y los bosques, la fauna y la energía, han pasado a ser escasos.

Porque el problema era tratar de contemplar cosas que no se compran ni se venden en una economía de mercado.

O, al menos, incluirlas en una teoría económica que centra en el mercado todas las acciones humanas.

¿Cómo conciliar la idea del mercado como bondadoso centro del mundo, con los tóxicos que quedan tirados en los ríos?

Al fin, después de mucho revisar en el desván de la teoría económica, aparecieron las “externalidades”.

En la década de 1930, el profesor Arthur Pigou había empezado a hablar de ellas, y las había definido como las relaciones entre unidades económicas (personas o empresas) que no ocurren a través de los mecanismos formales del mercado.

La teoría incluía dos clases de “externalidades”: Pigou llamó “economías externas” a la situación en que alguien se beneficiaba por la acción de otro, fuera de los mecanismos del mercado.

Un ejemplo es el de las tierras que se valorizan cuando se construye un camino que pasa junto a ellas.

Las “deseconomías externas”, por su parte, son los perjuicios sufridos por algo que hace algún otro, sin pasar por el mercado.

El ejemplo clásico dado por Pigou es el de una lavandería de Londres, que colgaba las sábanas en la terraza y eran ensuciadas por el hollín de la chimenea de una fábrica vecina, obligándolos a un nuevo lavado. Está claro que se trata de una relación económica entre ambos, aunque no se vendan ni compren nada el uno al otro.

A partir de aquí, todos los problemas del medio ambiente pasaron a ser considerados como “deseconomías externas”, desde el punto de vista de los perjudicados. En realidad, al viejo Pigou no le importaba para nada la ecología: estaba tratando de construir un modelo teórico que demostrara el “equilibrio general” y hete aquí que las ecuaciones no le cerraban. Resulta que estaba poniendo el dedo en la llaga: el fundador de la Economía Política, Adam Smith, había afirmado en 1776 que el egoísmo era la fuente de la riqueza de las naciones y muchos economistas seguían sosteniendo lo mismo. Decían que si cada uno se ocupaba exclusivamente de sus propios intereses, entre todos lograrían construir una sociedad más rica y más feliz.

La forma en que se pasa de la multa por contaminar al impuesto a la contaminación muestra una curiosa voltereta ideológica.

En los dos casos hay una cantidad de dinero en juego. Pero se supone que una multa es una sanción que se aplica ante una conducta que la sociedad rechaza, como cruzar con el semáforo en rojo.

El impuesto, en cambio, es el pago por una actividad que la sociedad autoriza.

Pero las ideas de Pigou representaron un duro golpe, por venir de alguien que hablaba desde adentro de esa corriente de pensamiento. Si alguien se hace rico envenenando un río, su felicidad no coincidirá con la de los demás.

La economía oficial estaba descubriendo las contradicciones entre el interés individual y el interés social.

Y aquí se abre un debate en que los distintos autores primero y los decisores políticos después, tratan de conciliar lo inconciliable. Lo primero es tratar de negar la existencia o la importancia de un fenómeno molesto. Uno de los autores (Tibor Scitovsky) describe y analiza prolijamente el tema, considerando como “externalidades” los humos, ruidos, y otras molestias que sufren las personas. Pero a pesar de dedicarle un artículo científico, se pregunta en las conclusiones si las “externalidades” serán realmente relevantes. Piadosamente responde que existen diferentes opiniones entre los economistas.

Otro de los autores (Francis Bator) va mucho más allá, adoptando el supuesto de que a la gente no la afectan para nada los problemas de ruidos, humo, hollín, agua contaminada, y otros. Con esos datos construye un prolijo modelo matemático en el que no existen los problemas ambientales. Por su parte, Guido Di Tella hizo su aporte al debate afirmando que la noción de “externalidad” es uno de “los más evasivos conceptos del pensamiento económico”. Y agregó que “el concepto de externalidad es riguroso pero de dudosa relevancia en el mundo real”.

Pero para gran parte de los economistas la solución ya estaba puesta sobre la mesa: había que establecer una política que cobrara impuestos a las empresas que generaran “deseconomías externas” (tales como la contaminación).

El razonamiento era el siguiente: la contaminación representaba un costo que las empresas no estaban asumiendo. Había que lograr que lo computaran.

Si no lo hacían, cobrarles un impuesto era una forma de meter la contaminación dentro de su estructura de costos. Se populariza un destrabalenguas que habla de “internalizar las externalidades”.

Se suponía que ese impuesto era una forma de corregir las distorsiones del mercado y lograr que fuera el propio mercado el que los empujara a limpiar sus efluentes.

Al mismo tiempo, había que entregar subsidios a las empresas que generaran “economías externas” que beneficiaran a la sociedad (tales como, por ejemplo, la capacitación de la mano de obra), para premiarlas por hacerlo. La misma concepción que generalizó los impuestos a la contaminación llevó a desgravar de impuestos a las fundaciones empresarias.

Comienza a publicarse una gran cantidad de bibliografía académica que discute las ventajas de esta política de impuestos a las empresas malas y subsidios a las empresas buenas. En la primera etapa, nadie estaba discutiendo si esos impuestos iban a ayudar a limpiar los ríos. De veras que no.

Los ríos no le importaban a nadie. El problema era ideológico: la contaminación estaba mostrando fallas en el paraíso teórico. Había que demostrar a todo trance que el mercado se las arreglaba para solucionar todos los problemas, si se le enviaban las señales adecuadas.

Esto se junta también con otro tema: la teoría de las “externalidades” supone que se hizo cualquier cosa con el agua y el aire porque estos bienes son gratuitos. Pero, por lógica, sólo pueden ser gratis las cosas de las que hay una cantidad infinita.

Si, en cambio, aceptamos que el aire y el agua son recursos escasos –y todo esto se hace para no salirnos de la economía de mercado–, lo que hay que hacer es fijarles un precio. El impuesto a la contaminación cumpliría esa función. Una vez puestas las premisas teóricas, el paso siguiente fue plantearse de qué modo aterrizar esta teoría en una política ambiental concreta. Consideremos primero –dice Pigou– las divergencias entre costos sociales y privados. Estos desajustes pueden ser corregidos bajo el capitalismo por un sistema adecuadamente proyectado de impuestos y subsidios. Pero la dificultad práctica para determinar las justas tasas sería extraordinariamente grande. Los datos necesarios para una decisión científica faltan casi por completo.

Por ejemplo, ¿cómo hemos de hacer el cálculo correspondiente a una industria fabril cuyo humo aumenta los gastos del público en lavado y limpieza?

¿Cómo, por el contrario, hemos de estimar los beneficios indirectos que la plantación de un bosque pueda tener sobre el clima?

Por supuesto que no hay ninguna necesidad de hacer el cálculo preciso. Estas cuestiones se resuelven siempre por ensayo y error. ¿Por qué tanta insistencia en la cuenta exacta? Porque algunos autores tienen un respeto casi religioso por los mecanismos del mercado y temen que cualquier alteración mal calculada provoque resultados catastróficos.

En el mismo orden de ideas, Nicolás Scotti plantea el problema de cuánto cobrar por los impuestos ecológicos: “Indiscutiblemente –dice– la dificultad básica consiste en (fijar) una tasa que refleje el costo social de la degradación ambiental. Si el impuesto es menor que el costo social de la degradación contaminante, disminuir el efecto perseguido, y si lo excede, las empresas contaminadoras podrán verse compelidas a transformaciones apresuradas de difícil concreción”. Traducido al castellano, esto quiere decir que hay que tener mucho cuidado de no cobrar un impuesto excesivamente alto, no sea que perjudiquemos demasiado a los contaminadores.

“Si la contaminación es suficientemente grave como para que se juzgue que debe prohibirse –dice Jorge Macón–, un impuesto suficientemente alto es equivalente a una prohibición. El impuesto es un arma tan efectiva como la prohibición y tiene la ventaja adicional de ser más flexible y permitir graduar el tratamiento de los distintos casos a niveles inferiores de restricción.

La verdadera cuestión que debe plantearse es si es administrativamente factible un impuesto de esa característica. Si ese impuesto es factible, los riesgos de clandestinidad son tan grandes para el impuesto como para las prohibiciones”.

Como vemos, son dos mundos totalmente distintos. Por un lado, están los vecinos tomando agua con arsénico y chapoteando en los desechos cada vez que desbordan las cloacas. Por el otro, los tratadistas se preocupan por no alterar los complejos y sutiles mecanismos del mercado libre. Los resultados de este distanciamiento se vieron con mucha claridad al pasar del debate académico a la legislación concreta.

La forma en que se pasa de la multa por contaminar al impuesto a la contaminación muestra una curiosa voltereta ideológica. En los dos casos hay una cantidad de dinero en juego. Pero se supone que una multa es una sanción que se aplica ante una conducta que la sociedad rechaza, como cruzar con el semáforo en rojo. El impuesto, en cambio, es el pago por una actividad que la sociedad autoriza. Pagar una cuota por volcar el efluente es lo mismo que pagar por estacionar el auto junto a un parquímetro.

Para saber si las empresas cumplen o no con los mínimos establecidos hay que tener equipos de medición y personal capacitado que sea incorruptible o que esté lo suficientemente controlado. Esta situación no se da con demasiada frecuencia.

Esto queda encubierto por un principio que en la década de 1970 se llamó internacionalmente “el que contamina paga”, que en la década de 1980 se resumió como “principio contaminador-pagador”. Suena bien, pero, ¿de veras pagan los contaminadores?

Multas por contaminar hubo muchísimas. El monto de las sanciones suele variar entre reducido e insignificante. En muchos casos, las empresas prefirieron pagar las multas antes que hacer cualquier inversión descontaminante.

Pero aun llegar a esas multitas se hizo siempre muy difícil por la ausencia de una adecuada estructura técnica de control. Esto ocurre porque cada ley define qué entiende por contaminación. Vale decir, permite arrojar una pequeña cantidad de efluentes al agua o al aire, siempre que no se supere ese mínimo. Para saber si las empresas cumplen o no con los mínimos establecidos hay que tener equipos de medición y personal capacitado que sea incorruptible o que esté lo suficientemente controlado.

Esta situación no se da con demasiada frecuencia. Pero además, hace falta que el organismo encargado del control ambiental tenga el poder político necesario como para hacer cumplir la ley, a pesar de las presiones que sufra. En definitiva, un gran contaminador suele ser una empresa importante, que ha contribuido a la campaña electoral del partido gobernante o que (en otros tiempos) tuvo un contacto fluido con las altas esferas del poder militar.

Esto no es solamente un problema de la Argentina. Un autor norteamericano (Henry Still) afirma que “ninguna agencia, incluido el gobierno federal, es lo bastante fuerte y solvente como para imponer una política única del régimen de aguas a escala de un país o un continente”.

El impuesto a la contaminación fue incorporado a nuestra legislación durante la dictadura de Jorge Rafael Videla. El impuesto se llamó inicialmente “cuotas de resarcimiento por contaminación”, con estos propósitos:

Por una parte, “estimular a las industrias a construir sus plantas de tratamiento de efluentes líquidos”. Aclaremos que muchas de ellas ya los tenían: el gobierno peronista se las había financiado con una desgravación impositiva. Las tenían pero no las usaban, ya que se necesita gastar algo de dinero para hacerlas funcionar.

También querían compensar “las mayores erogaciones que causan a la empresa Obras Sanitarias de la Nación los efluentes residuales líquidos provenientes de actividades industriales”. Poniendo minuciosamente el acento en lo obvio, aclaran que el decreto se aplica sobre “aquellos establecimientos industriales que, por carecer de instalaciones depuradoras de sus líquidos residuales, o por poseerlas en grado insuficiente, produzcan un efluente fuera de las condiciones exigidas por las reglamentaciones vigentes”.

El impuesto era proporcional al caudal diario del efluente, a la concentración de sustancias contaminantes y al número de años que la fábrica siguiera echando tóxicos a los ríos. Por esas trampas que vienen apenas se hace una ley, muchas fábricas simplemente diluyeron su efluente con mucha agua para reducir la concentración de sustancias contaminantes. Es decir que no sólo contaminaban sino que además despilfarraban agua.

Para que dejaran de cobrarle la cuota la empresa tenía que construir una planta de tratamiento de efluentes y que “no se comprobaren deficiencias en su funcionamiento”. A nadie se le ocurrió ir a ver si, además de tenerla, la usaban todos los días. Lo que hubiera sido, por otra parte, una preocupación inútil: durante todo el período de vigencia del decreto no se construyó ni una sola planta de tratamiento de efluentes. Todas las fábricas prefirieron pagar puntualmente sus cuotas de resarcimiento, antes que descontaminar.

Las cuotas de resarcimiento fueron reemplazadas por un impuesto a la contaminación durante el gobierno de Raúl Alfonsín, con resultados semejantes, y finalmente olvidadas.

“El instrumento más poderoso para remodelar las economías nacionales hacia una actitud ecológica preservadora tal vez sea la fijación de impuestos –dice un informe del Worldwatch Institute, de Washington–. Fijar impuestos sobre las actividades que contaminan, agotan o de algún modo degradan los sistemas naturales es un modo de asegurar que se tienen en cuenta los costos ecológicos en las decisiones privadas”. Ante un impuesto a la contaminación, sigue diciendo el informe, “cada productor o consumidor individualmente decide cómo ajustarse a unos costos más elevados: un impuesto sobre las emisiones atmosféricas haría que algunas fábricas incorporaran controles de contaminación, otras cambiaran sus procesos de producción y otras rediseñaran productos a fin de generar menos residuos”.

A partir de aquí, los autores se permiten ir más allá, suponiendo que los impuestos verdes podrían ser la base de la política tributaria de todos los países. Es decir que en vez de cobrarse impuestos a las ganancias o al valor agregado, se cobraran casi exclusivamente impuestos a la contaminación, al mayor uso de agua o de energía, a la erosión de los suelos, y otros, lo que permitiría rediseñar completamente la economía mundial sobre bases conservacionistas.

En 1972, los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que agrupa a los más desarrollados, adoptaron el principio ya mencionado de que “el que contamina paga”. Durante las décadas siguientes se ensayaron numerosos “impuestos verdes” en esos países, con distintas variantes tributarias sobre actos contaminantes: a la contaminación del aire y del agua, al ruido, al uso de productos contaminantes como los gases que afectan la capa de ozono, ciertos fertilizantes, las pilas que contienen mercurio o el plomo de las naftas.

Acerca de los resultados de estas políticas, el Banco Mundial opina que “el principio de quien contamina paga no es útil en situaciones en que es difícil identificar y vigilar a los contaminadores”. O sea que este principio resulta válido sólo en situaciones en las que es fácil identificar y vigilar a los contaminadores, suponiendo que podamos encontrar alguna.

“Estados Unidos –sigue diciendo el Banco Mundial– trató de aplicar el principio de quien contamina paga por medio del programa del Superhondo”. Este programa “tiene por meta la restauración de los vertederos de desechos peligrosos, mediante la aplicación de impuestos al petróleo crudo y las materias primas de los productos petroquímicos, y ha de reponerse recuperando los costos de limpieza de los que contaminaron en el pasado. Este intento ha sido un fracaso: se ha gastado mucho en litigios y poco en limpieza”.

Es clásica la distinción entre tributos ecológicos incentivadores (además de generar ingresos para financiar actividades medioambientales sirven para sensibilizar a los obligados al pago de las consecuencias nocivas de sus comportamientos) y redistributivos (recuperan el costo de los daños ambientales a cargo de los contaminadores y pretenden convertir en antieconómico el desarrollar conductas de ese tipo).

El mismo principio, de valorización de “externalidades” y su inclusión en los mercados, se aplicó a partir del protocolo de Kyoto referido a la emisión de gases de efecto invernadero. Se asignó una cuota de contaminación a cada país, y la idea fue que aquellos que contaminaran de menos les vendieran parte de su cuota a quienes contaminaban de más.

El valor de esos “derechos de emisiones” de gases podía cotizarse en bolsa. Desde lo financiero, cerraba, pero ¿quién estaría dispuesto a pagar para contaminar si podían seguir contaminando gratis? Que fue lo que hicieron.

Esta suma de fracasos tiene un hilo conductor, que hace a la naturaleza misma del objeto del que estamos hablando, vale decir, el ambiente. Sucede que llegamos a pensar el tema ambiental a partir de dos líneas de razonamiento muy distintas, que terminaron confluyendo: Una de ellas son los recursos naturales. Se supone que el aire, el agua, los bosques, los pastizales, los suelos, los cursos de agua, forman parte de la economía y que, por consiguiente, podemos gestionarlos con criterios económicos.

Pero la otra línea se refiere a los derechos humanos. Al derecho de todas las personas a beber agua limpia, a respirar aire puro, a habitar en sitios no contaminados, a disfrutar de espacios públicos verdes, a comer alimentos seguros.

Podemos trabajar con políticas tributarias en aquellas situaciones en las que nos proponemos ahorrar recursos naturales o energía, o racionalizar su uso. Aplicar un impuesto al consumo excesivo de energía puede ayudar a que no se despilfarre. Pero en aquellos casos en los que la conducta industrial afecta la salud o la vida de las personas, la herramienta fiscal no es posible, porque los derechos humanos no deben ingresar a los mercados, por un imperativo ético.

El asbesto o amianto causa enfermedades pulmonares gravísimas, incluyendo cánceres de pulmón. No hay que aplicarle un impuesto para encarecerlo: hay que prohibirlo, sin dejar la posibilidad de que alguien logre ingresar en sus cálculos económicos la posibilidad de usarlo. La confusión resulta, en una medida muy alta, interesada y tiene que ver con el límite entre economía y ética.

Por ejemplo, en la Comunidad Europea existen países como España que gravan con mayores impuestos las naftas con plomo que las que no lo tienen.

Si se considera que ese aditivo es nocivo para la salud, no corresponde aplicarle un impuesto sino retirarlo del mercado. También España aplica un canon por saneamiento a los vertidos a los cursos de agua, en un vano intento por evitar la contaminación.

En los países europeos, los informes oficiales dicen que la mayor incidencia de impuestos ambientales son los que gravan el consumo de combustibles y energía. Todo indica que son un camino adecuado para seguir. Por contraste, en la Argentina el tratamiento de la energía como mercancía llevó a abaratar su uso por parte de los grandes consumidores, mientras que el resto del mundo lo encarecía.

Lo mismo pasa con el consumo de agua en los procesos industriales, donde el despilfarro debería estar fuertemente gravado, a partir del conocimiento de las necesidades técnicas de cada actividad.

En síntesis, hay líneas de trabajo interesantes en la fiscalidad ambiental, que pueden ayudarnos a hacer más racional desde el punto de vista social el consumo de materiales y energía. Pero la fiscalidad ambiental no puede reemplazar el control del Estado sobre aquellas conductas que afectan la salud o la vida de los habitantes, o vulneran de algún modo derechos humanos.

 

 

 

 

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