Cuidémonos del calor

Revista mi Barrio

Periódico barrial de Villa Real y Versalles, barrios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Maradona o el arte de gambetear al olvido

noviembre 25, 2020

Por Santi Nuñez

 

Pensar la cultura popular argentina sin el fútbol es un análisis imposible. Pensar al fútbol argentino sin Maradona es un ejercicio igual de imposible. En efecto, el mejor jugador de la historia del balompié rioplatense y mundial se destacó por un talento incontrastable y una capacidad de liderazgo pocas veces conocida. Con un balón en los pies, Maradona demostró que el fútbol no es solamente un negocio, y que los equipos chicos pueden plantarse y enarbolar grandes epopeyas ante las potencias.

 

Cuando no estaba con la pelota, no obstante, se encontró muchas veces bajo los parámetros de lo cuestionable, siendo parte de una clase obrera que ascendió rápidamente en millones, cuyas contradicciones aparecen de frente y Diego, como tantos, no pudieron superarlas. Le manejaron la vida. Eso no justifica ni justificará muchos malos modales, declaraciones misóginas e irresponsabilidades totales tengan que ser rechazadas pero implican poner en contexto una realidad inobjetable, sin la cual se cae en una crítica abstracta. Diego es, antes que cualquier otra cosa, simplemente una contradicción.

 

Barrilete cósmico

 

Nacido en Villa Fiorito en 1960, Maradona empezó a encantar los potreros del Conurbano desde muy chico. Tan joven que con 15 años debutó en la primera de Argentinos Juniors, el “semillero del mundo”, luego de tener un rendimiento sublime en “Cebollitas”. Con el club de La Paternal empezó a perfilarse como un jugador diferente, lo que habitualmente se dice “un crack”. Fue goleador cinco veces entre 1978 y 1980 (dos en el Nacional, tres en el Metropolitano).

 

Combinó, durante toda su carrera, un delicioso dominio de pelota con una gambeta sagaz, muy veloz, que se entremezclaban con una capacidad y personalidad de conducción inapelable. Alguna vez un periodista deportivo afirmó que Maradona era el equivalente a fusionar a Lionel Messi con Juan Román Riquelme. Por más que la metáfora no sea muy exacta, remite a que Diego era de cara al arco rival la tormenta perfecta: destreza individual y capacidad de asistencia y de mejora de lo colectivo.

 

Era una aparición estelar con destellos brillantes. Alguna vez, el gran arquero de Boca Hugo Gatti dijo que al joven Maradona lo veía “gordito”, por ejemplo, y Diego le contestó con cuatro goles de su autoría en la cancha de Vélez. Maradona se quedó afuera en la nómina final de los jugadores que César Luis Menotti llevó al Mundial 1978, momento en el que Diego tenía 17 años. La revancha la tuvo poco tiempo después, cuando la descosió en la Copa del Mundo juvenil, primera ganada por Argentina.

 

Maradona llevó en el 81 su talento al barrio de la Boca, donde salió campeón del Metropolitano con actuaciones lúcidas e inolvidables, como aquella en la que goleó a River en abril en plena Bombonera, con Tarantini tirado en el piso. Su destaque lo llevó a su primera experiencia mundialista en mayores, en España 82, en la que no solamente no pudo destacarse sino incluso se fue expulsado.

 

Diego pasó a Europa, en una mala primera experiencia en Barcelona, para llegar en 1984 a una de las mejores experiencias futbolísticas que hayan visto los ojos de nadie. El Napoli de Diego, al día de hoy solo campeón de Italia en aquella época, encontraba en Maradona un “San Genaro” terrenal, capaz de cumplir los sueños que los napolitanos ni sabían que tenía. Ganó dos torneos de Serie A del “Calcio”, una Copa Italia, una supercopa y una Copa de la Uefa (ahora “Europa League”). Su paso brillante por Italia fue en paralelo a las actuaciones memorables con la selección. Primero, su elixir futbolístico en México 86, posiblemente la mejor actuación de cualquier jugador en una Copa del Mundo (“Mano de Dios” y mejor gol de todos los tiempos incluidos). Después, Italia 90, Copa en la que llevó a la Argentina de Bilardo a la final del Mundo y al subcampeonato con el tobillo del tamaño de una pelota de tenis.

 

Su carrera, en los 90, se degradó sustancialmente, entre las suspensiones por doping y el ritmo futbolístico disímil. Diego jugó en Sevilla y en Newell’s antes de volver, por pedido de Alfio Basile y del pueblo argentino, a la selección para lisa y llanamente salvarla y llevarla a USA 94, luego de un sufrido “repechaje” con Australia. La suspensión contra Nigeria fue un golpe letal. Maradona se retiraría años después en su amado Boca en 1997, con más cariño en la tribuna que buenos desempeños.

 

Como técnico, luego de una experiencia frustrada en Mandiyú de Corrientes y Racing entre 1994 y 1995 (momento en el que no podía desempeñarse como jugador por la sanción), Diego dirigió a la Selección en el proceso del Mundial 2010 de Sudáfrica, al Al-Wasl y el Al-Fujairah de Emiratos, al Dorados de Sinaloa mexicano y se encontraba, hasta hoy, al frente de Gimnasia y Esgrima La Plata. Si bien nunca fue considerado un DT brillante, en todas las canchas del fútbol argentino a las que iba el “Lobo” Diego recibía el aprecio de miles. Como si la frase de Victor Hugo en pleno Mundial 86 se repitiera para siempre al grito de : “Barrilete Cósmico, ¿de qué planeta viniste?”

 

Caen las tropas de su majestad

 

Su desempeño futbolístico no alcanzaría para explicar en términos socioculturales el fenómeno Maradona. Diego no solamente jugaba de manera determinante al balompié sino que representaba el estandarte de la clase obrera que en una cancha de fútbol se le plantaba a los poderosos.

 

Maradona fue el que no pudo demostrar mucho en Barcelona porque era una plantilla con muchos otros buenos jugadores. Fue el que demostró que el sur de Italia valía la pena, como si los napolitanos, que ya no le rezaban más a San Genaro, no tuvieran que pedirle más permiso a la alta burguesía de Milán y Turín para soñar con el fútbol. Diego mostraba que los patasucias podían armar un potrero en los jardines de Bóboli en Florencia. El sur y los pobres existen y en parte es por Diego, en honor a aquella banda de rock argentino que un día gritó: “Caen las tropas de su majestad y cae el norte de la Italia rica.” Diego es poesía.

 

Lo mismo vale para la celeste y blanca. La selección de Bilardo hacía suyo el lema de “Maradona y diez más”, en honor a entender que no existe ni existirá alguien tan gravitante dentro de una cancha. Maradona convertía en destacable un equipo opaco, con pocas figuras, pero cuyo funcionamiento encontraba no solamente nobleza sino incluso brillantez frente a él. La Argentina modelo 86 tiene el sello de un equipo gigante que creció frente a Diego, que hizo mucho más que un gol con la mano, seis gambetas en una jugada a los ingleses, dos golazos a Bélgica y una asistencia a Burruchaga para que haga el gol más importante de la historia. Maradona fue leyenda.

 

Y lo demostró, si todavía hacía falta, también cuatro años después. Diego tenía una lesión con la que la mayoría de los mortales no hubiera podido ni caminar: él llevó a Argentina a una final. En las semis se dio la situación memorable de que la Argentina jugó a suerte o verdad con Italia en plena Nápoles, la tierra prometida maradoniana. Diego le pidió a su pueblo que lo alentara, y la Argentina pasó por penales. En la final, la finesa romana tuvo que bancarse ver a Maradona y a la Argentina jugar una final de la Copa del Mundo. Silbaron el himno, hincharon por Alemania, pero no estuvieron. Maradona terminó llorando con una medalla de plata, pero sí estuvo.

 

Diego desafió al poder, no solamente cuando se cuestionó que el vaticano de Juan Pablo II tenga “tanto oro” mientras en el mundo la gente pasaba hambre, sino también por sus cuestionamientos a los manejos de la Fifa, comandada por Joao Havelange y Julio Grondona. No le salió barato: cuando la Argentina pintaba para campeón en pleno 1994, lo fueron literalmente a buscar al campo de juego para hacerle un doping, en un caso inédito. Diego se fue por decisión política de Havelange, posiblemente preocupado por ver a Brasil campeón en su mandato. Fue el último partido de Diego con la selección. En los noventa, Diego intentó sin mucho éxito juntar a los jugadores preocupados por las injusticias del mundo para formar un “sindicato de jugadores”. No prosperó. También se lo veía en la tele dejando en claro que defendía a los jubilados.

 

Maradona, sin embargo, no puede ser eximido de situaciones lisa y llanamente repudiables. Sus vínculos lúdicos con la mafia napolitana, por ejemplo, marcan un compás complejo con el poder, que incluyó el famoso “quiero ser vicepresidente de Menem”, cuando Diego era seducido por el “pizza con champagne” noventista. Esto, acompañado por muestras sustanciales de descomposición que tuvieron siempre su versión más clara en la misoginia, presente en frases como “Pelé debutó con un pibe”, pero que saltan varios grados frente a causas de violencia de género y acoso sexual.

 

Diego transitó su vida las contradicciones de descomposición de vicios de una clase obrera oprimida hasta el hartazgo por un sistema que solamente tiene motor en la ganancia para una minoría. Esto, sin embargo, no puede colocarlo en un lugar de víctima sino más bien lo contrario. Tienen y tendrán el justo repudio como el que encabezó la comisión de mujeres de Boca que no quiso homenajearlo cuando en marzo fue a la Bombonera.

 

Gambetear el olvido

 

Hoy se va el mejor jugador de todos los tiempos. Leyenda. Se va el tipo que hacía de la nada todo en el verde césped. Una suerte de arquitecto de lo imposible a quien su fama no puede eximirlo de responsabilidades inobjetables pero por quien hoy en cada lágrima de cada calle hay un sueño. Maradona será recuerdo y memoria. Porque siempre gambeteará al olvido.

 

 

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